Un paseo especial

julio 25, 2024

No sé si ha sido casualidad o más bien causalidad lo que me ha empujado a traspasar la puerta de acceso de la sala de exposición que acoge la obra de Sienra.

Sin un objetivo determinado, me visto de espectador anónimo y, sin permiso explícito, invado la intimidad pictórica del artista.

Me convierto en escritor en busca de una historia y, agazapada tras cada una de sus telas, se despliega en imaginaria línea la trayectoria vital y artística del pintor que, sin pretenderlo, me va a llevar de su mano.

Es el inicio: el hombre sin rostro mira el paisaje y percibimos la serenidad que le proporciona su visión: paisaje equilibrado, ordenado y estático, arropado en paleta fría y precisa. Pero comienza la sorpresa y esa aparente calma se altera paulatinamente en el color, la forma y la temática. El plácido y frío universo va hundiéndose en aguas que son mucho más que un espejismo. El hombre contempla el derrumbe, el naufragio de aquellos enseres que han ido cercándole y decide dejar atrás ese mundo que creyó perfecto pero que no era el suyo y comienza a mutar.

Ahora llega el tiempo de sumergirse en otras aguas. En ellas no es el hombre solo quien se nos presenta, aparece la mujer sin rostro, como la esencia de lo femenino que va ocupando espacio. Comienza entonces una suerte de danza de encuentros y desencuentros inmersos en un paisaje que no es sino el telón de fondo de las emociones.

El artista materializa este juego simbólico en la figura del caballo hombre, primero dominado y más tarde abandonando la lucha contra esa simbólica mujer que interfiere su camino y que se diluye paulatinamente en otras aguas diáfanas, placidas, o cenagosas y turbulentas.

La rebeldía, el tesón y la fuerza toman ahora forma de barca, ni perfecta ni nueva, con sus cuadernas desguarnecidas, zarandeada por duros naufragios. No obstante, la proa sigue firme marcando el rumbo sin desfallecer; navegando, a pesar de vientos en contra que la golpean en ese viaje sin retorno que ha emprendido.

El hombre y la mujer, sutilmente perfilados, aparecen esporádicamente en ese irreal paisaje. Hay encuentros y hay intentos de proseguir una danza que no llega a cuajar. Pero la voluntad del hombre resiste; naufraga, pero se levanta de nuevo y es el color y la rotundidad en la pincelada, con las que el artista plasma la persistencia en el esfuerzo.

Nada es casual en la travesía de este inmenso desierto.

Ahora el hombre sigue y persigue su objetivo a través de oquedades misteriosas que lo envuelven en una sucesión de verdes lujuriosos y rojos apasionados, y en los lienzos va marcándose el paso del tiempo que sigue derramándose inexorablemente.

Ya no percibimos, ni siquiera insinuado, al hombre. Ahora está mimetizado en una suerte de entretejido cerebral entre cuyas células van apareciendo oquedades vibrantes de luz adquiriendo el protagonismo.

La fuerza y persistencia han hallado el camino, porque no estaba fuera sino en sí mismo. El pintor ha encontrado su razón de ser, su plenitud.

Dos cuerpos que se abrazan son el símbolo de esa reconciliación entre el hombre y el artista, porque no pueden existir el uno sin el otro.

Y el anónimo espectador es ahora también actor porque Sienra lo ha hecho partícipe de su camino pictórico vital y puede desentrañar el mensaje o, como mínimo, impregnarse de la emoción que le ha deparado el viaje.

 

Pepa Torres

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