Nunca me miras desde donde yo te veo
Jacques Lacan
Para mí, abordar un texto como este presupone una cierta incomodidad de espíritu; siento exponerme a que consciencias externas observen la futilidad del esfuerzo pese al exigente reto que en mi supone. Algo así, recuerdo, le escuché a Saramago allá por 1999 en el proemio de su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la UPV. Habló entonces del oficio de escribir, y en un momento se refirió al interés del lector por conocer esa «pequeña constelación de brevedades», decía él, que, a modo de conclusiones parciales, emergen en el escritor cuando transita por su proyecto literario. Enfatizó de inmediato que se trataba de algo a lo que no era posible dar respuesta. Primero porque ni siquiera él sabría explicarlo y, en segundo lugar, porque el escritor (igual que el pintor, el músico, etc.), cuando recorre su itinerario creativo, va borrando sus dudas, sus indecisiones, sus errores, no dejando rastro alguno, y será el lector quién tendrá que peregrinar por esos territorios alisados «trazando una ruta suya, personal, que jamás coincidirá, jamás se yuxtapondrá a la del escritor, para siempre escondida» (el entrecomillado es textual).
En conclusión, para Saramago, el lector, sólo puede interrogar a la obra acabada, no al escritor; a él, mejor no preguntarle, aun sabiendo que, por lo general, no renunciará a responder, si acaso, será críptico a la hora de hacerlo contribuyendo a alimentar su prestigioso misterio. Así es que, aceptando su autorizada opinión, debo asumir una suerte de rol mediador entre ustedes y la obra de Sienra que dicho lo dicho, no deja de ser un ejercicio peliagudo, incluso atrevidamente embarazoso, no en vano desde mi condición de espectador tendré que esforzarme por compartir la parte de la experiencia personal que pueda compartir. En fin, todo un desafío.
Sienra me llamó. Quería mostrarme la selección de obras que estaba realizando para esta exposición. Así que fui a su estudio. Me esperaba en la puerta, y crucé de su mano una primera estancia para no perderme entre el laberíntico pasillo que recorrimos serpenteando largas filas de cuadros alineados. Pasamos por lo que es su taller, donde solo el techo está libre de lienzos pintados, y en los que era imposible distinguir si se trataba de obras que estuvieran o no terminadas. Y llegamos a un lugar «inmaculado» (a él le gusta utilizar esta palabra) en el que, a modo de galería de arte, tenía colgadas una serie de pinturas candidatas a ser expuestas en la muestra que preparaba. Ahí me sentí a gusto, aliviado visualmente podía observar el resultado de su trabajo cómodamente.
Déjenme decirles que tras el recorrido no estaba sorprendido, pero sí asombrado, una vez más, por la enorme cantidad de trabajo que ha ido acumulando a lo largo del tiempo. Conozco a Sienra hace más de cuarenta años, hemos sido compañeros en la universidad, y más allá de eso, hemos compartido muchas horas de amistad fuera de ella, y me sigue admirando la energía creativa que todavía hoy conserva empujándole siempre de manera insistente a pintar sin que haya visto o sabido que flaqueara en su empeño. Pese a todo lo que ha ido produciendo su particular conexión con la pintura, tampoco, y eso lo distingue, he visto o sabido que se ocupara nunca de promocionar o gestionar con esmero comercial su extensísima obra, tal y como es habitual en la mayoría de los artistas que conozco.
Estuvimos charlando de cómo estaba preparando su exposición, pero pronto nos pasamos a reflexionar acerca del arte en general y de la pintura en particular. Ahí nos entretuvimos un rato. Satisfecho por un artículo que escribí sobre él y su pintura (La vida secreta de las sombras, 2018) me insistió en que, de nuevo, hiciera algo para el catálogo de esta exposición. Mi reacción inmediata fue la de esquivar el encargo por las razones que apuntaba al principio aun sabiendo con la misma rapidez que no iba a negarme, que no podía negarme, que son muchas lunas las que hemos visto pasar juntos en un tiempo, el nuestro, que ya extingue.
Nos fuimos a comer. Compartimos vino y conversación con un chef extraordinario, Joaquim Schmidt, concluyendo los tres en el hecho de que existe una lógica interna capaz de organizar todas las formas de arte (obviamente, la cocina también lo es): la creatividad, una milagrosa y provechosa asociación de la imaginación con el conocimiento, que junto con la libertad y la fuerza experimental del individuo son factores determinantes para su implementación, y consecuentemente, para su evolución», tomando este término en su sentido más amplio.
Me fui a casa con la necesidad de pasear rumiando cuanto había observado, oído y sentido, de cavilar acerca de qué podría decir de la pintura de Sienra, y de cómo podría hacerlo para que resultara útil el acceso a su obra y a su mundo. Por razones obvias mi memoria iba centrándose en una serie de imágenes de algunos de los cuadros que había visto por primera vez esa mañana, pensando que podría no resultarme excesivamente complicado indagar en las más singulares señales de dos presencias que son necesarias en todo hecho artístico: la lograda sabiamente por el uso consciente de los recursos técnicos que maneja el artista, y la imagen que en términos formales y poéticos termina por conseguir en su composición final. Mas allá de que sea la racionalidad del pintor la que confiera a la obra su lógica, es interesante desde un punto de vista contemplativo considerar su relación y observar de qué manera ejercen jerarquía, se subordinan o se hermanan esas presencias para contribuir del mejor modo posible al propósito último de la obra.
El arte tiene su origen en lo mágico, en lo fantástico para convertirse en una forma de expresión que «nos permite conectar con nuestra humanidad y encontrar su significado en el caos», decía Susan Sontag. Personalmente estoy convencido de ello, pero en ese sentido es provechoso entender la mirada como un «objeto pulsional». Un concepto que el psicoanalista Jacques Lacan utilizaba para explicar un tipo de encuentro particular con la obra que se contempla, donde el espectador se descubre el mismo como siendo mirado. Se trataría, aunque pueda resultar una simplificación excesiva, de ver el cuadro no tanto como una ventana sino como un espejo. Si una imagen llama la atención, si despierta emoción por leve que sea, hay que quedarse con ella, si no, hay que ir a ver otra cosa, aunque siempre es bueno detenerse un poco porque igual está ocurriendo algo que no detectamos: igual no estamos mirando desde donde el cuadro los mira.
Es el impulso visual de la mirada el que genera vínculos inaugurales con la obra, una mirada que puede regalarnos desde una conexión seductora a una relación provechosamente fascinante. Los antiguos, concediendo importancia a la imitación de la realidad (mimesis) provocaron una sumisión peligrosa al tener que interpretar su arte en función del mundo al que intentaban imitar, y eso, de alguna manera, dificulta su apreciación al dar prioridad a su contenido, llamemos literario, buscando interpretaciones y significados que pueden llegar a dañar su valor más destacable: sus propiedades sensuales. Y en el mundo de hoy, el arte surge principalmente en términos de idea, de imagen mental, de concepto, con la aspiración de materializarse en un hecho que termine par provocar una reacción, también estética. Permite al creador, manipulando mecanismos de sublimación, experimentar formas de placer o de gratificación para la que no está facultada la vida real. Le concede la capacidad de intervenir en los impulsos que se utilizan para canalizar los sentimientos, distorsionando incluso la realidad al servicio de sus intereses.
Como si llevara puesto el yelmo alado de Hermes, Sienra asume sus atributos para escaparse a los territorios del sueño, a lo irracional, y desde ahí, con un enorme esfuerzo de purificación formal, enfrentarse a un proceso creativo que nunca está exento de riesgos. De hecho, sabiendo que en el arte no es tan importante lo que dices que el cómo lo dices, en no pocas ocasiones parte de una necesidad de contextualización narrativa para entender mentalmente su obra como una estampa iluminada de sus conflictos vitales, aun sabiendo que, desde un punto de vista plástico, la aprehensión simbólica es una cuestión secundaria, y termina lanzándose temerariamente a la expresión pictórica de sus convulsiones internas. Lo sutil queda reservado a sus figuras cuando se dignan a aparecer y el cuadro decide ser escenográfico, pero la explosión pictórica será la que, definitivamente, lo inunde todo. «Aprecia lo accidental, la forma no buscada, y se sirve del automatismo como método para revelar a través de la pintura la vida activa de una mente que sueña», decía yo ayer y sigo pensando hoy. Es por eso por lo que mucho de él tiene su obra, de pasional, de caótica, de provocadora, de admirable. Sus mayores le enseñaron que arte es una cosa muy seria, que no está al albur de cualquier idea por ingeniosa que parezca, que no hay que confundir la ocurrencia con la creación, y en ello está, intentando descubrir el mundo, el de fuera y el de dentro, en una lucha por entender lo que es y descubrir lo que ignora.
Todo esto es, desde lo que personalmente siento, parte importante de cuanto puedo decirles.
Carlos Plasencia
Valencia, 2024